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Se está apagando la luz…

 

 
 
 
 
Se está  apagado la luz que me guió

Se está apagando la luz…
la que me iluminó desde que aprendí a mirar,
la que me sostuvo la mano con firmeza
y me enseñó a caminar sin miedo.
Esa luz que llamé papá.
 

Sabía que este día vendría,
lo dicen los años, lo dicen los cuerpos cansados…
pero el alma nunca está lista
para ver apagarse un sol tan amado.
 

Cada vez que respiro,
cada vez que tiemblo por dentro,
siento el eco de tus pasos tras los míos,
y entiendo que todo lo que soy
lleva tu nombre escondido en silencio.
 
 
Hoy te veo luchar en la frontera del dolor,
te veo callar con la mirada,
te veo entregarte con dignidad,
y aún así, me das lecciones de esperanza,
como si el amor no conociera final.
 
 
Miro al cielo, papá…
porque tú me enseñaste que arriba
también hay camino, también hay luz,
y que Dios tiene el control,
aunque nuestros corazones estén rotos.
 
 
Así que aunque duele,
aunque mis lágrimas no se secan,
voy a abrazarte con cada palabra,
voy a honrar tu vida con la mía,
y cuando llegue el silencio…
te llevaré conmigo,
como la luz eterna
que nunca dejó de guiarme.

 

 


Ángeles sin alas

 




Dicen que los ángeles viven en el cielo, pero algunos caminan entre nosotros sin que nadie los note. No llevan túnicas blancas ni tienen alas brillantes; se parecen más a un vecino, a un familiar, a un amigo inesperado… o a esa persona desconocida que, justo cuando sentimos que ya no podemos más, aparece para darnos la mano.

En mi vida, Dios me regaló de esos ángeles. No vuelan, pero siempre llegan a tiempo. No buscan aplausos ni recompensas, porque su corazón está puesto en servir. Algunos siguen la antigua enseñanza de que lo que hace la mano izquierda no lo sepa la derecha.

Uno de esos ángeles —cuyo nombre no mencionaré, porque sé que no lo querría— es de esos que no se detienen ni por el sol ni por la lluvia. No tiene redes sociales, no se preocupa por figurar en fotografías, no se distrae con un teléfono brillante. Solo se preocupa por ser útil, por tender la mano, por hacer el bien en silencio, mirando siempre hacia arriba, hacia Dios.

Yo no tengo cómo pagar tanta bondad. Solo me queda agradecer con todo el corazón y pedir bendiciones para esa vida que se entrega sin esperar nada a cambio. Gracias, porque tu ejemplo nos recuerda que todavía hay pureza en este mundo.

 

Dios te pague, Dios te multiplique, en esta vida pasajera y en la eternidad.


Imágenes de Cortesía Freepik


El dolor oculto:

Relatos de quienes habitan enfermedades silentes:

 

Este post nace porque alguien que sufre me confió una experiencia dolorosa: fue objeto de burlas y miradas que le dieron la espalda.
No sabemos las batallas que cada quien lleva; pidamos respeto y compasión antes de juzgar.



 

A menudo al cruzar miradas creemos haber leído almas. Pero bajo muchos rostros tranquilos laten paisajes de tormenta que nadie anuncia. Hay batallas que se libran lejos del ojo ajeno, en territorios íntimos donde el cuerpo y la memoria negocian su supervivencia.

No todo sufrimiento deja huella en la piel ni se nombra con facilidad. Existen enfermedades que se esconden en el susurro del día a día: fatigas que convierten lo cotidiano en proeza, dolores que no aparecen en radiografías, miedos que habitan hábitos y silencios que pesan más que cualquier diagnóstico. Quien las padece aprende a caminar con mapas invisibles, a medir fuerzas en pequeños gestos, a celebrar victorias que apenas parecen tales.

Por eso conviene mirar con menos prisa y más ternura. No juzguemos la calma de un rostro ni subestimemos la voz que calla. Cada persona guarda un universo: memorias, temores, resistencias, esperanzas que no se ven a simple vista. Honremos ese mundo con paciencia, escucha y compasión; porque en la ausencia de señales evidentes, la humanidad reclama —más que explicaciones— compañía.

 

Imágenes de Cortesía Freepik


Se está apagando la luz…

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