Hay ángeles que no necesitan alas para volar,
porque sus pasos, sencillos y callados,
ya tocan el cielo.
Dios los siembra en nuestro camino como un regalo secreto:
pueden ser familia, un amigo del alma,
o un desconocido que se vuelve hermano en la necesidad.
Ellos aparecen cuando la vida pesa,
cuando el corazón siente que no puede más,
y con un gesto, con una mano tendida,
nos devuelven la esperanza.
Yo conocí a uno de esos ángeles.
No busca aplausos, no quiere fotografías,
no entiende de redes sociales ni de vanidades.
Su alegría es servir en silencio,
hacer el bien mirando al cielo,
sabiendo que su obra tiene testigo en lo eterno.
El sol, la lluvia o el calor no lo detienen,
porque su fuerza no viene del cuerpo,
sino del alma.
Su nombre no lo escribo,
porque sé que su humildad no lo permitiría.
Pero Dios lo conoce,
y eso basta.
Hoy solo puedo decir gracias.
Gracias por tu entrega escondida,
gracias por recordarme que en este mundo
todavía brillan las huellas de lo divino.
Que el Señor te pague con abundancia,
que multiplique tu bondad en esta vida pasajera
y que te corone en la eternidad.

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