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Hoy se cumple un mes desde que mi padre partió, y vienen a mi mente tantos recuerdos, tantas enseñanzas, que me doy cuenta de algo muy cierto: el ejemplo arrasa.
Mi padre no necesitaba repetir las cosas dos veces; una vez era suficiente. Siempre dialogaba sin imponer su opinión. Nunca lo escuché decir malas palabras, ni quejarse de su trabajo. Me dio el pescado en la boca, pero también me enseñó a pescar.
En los tiempos difíciles, me habló de las vacas flacas y las vacas gordas, recordándome que la vida tiene ciclos y que debemos aprender de todos ellos. Me enseñó a no discriminar a nadie, porque no todos tenemos las mismas oportunidades. Me enseñó a servir sin decirlo, a ayudar sin esperar reconocimiento, porque —como él decía— la mano derecha no debe saber lo que hace la izquierda.
También me enseñó que solo Dios garantiza la suerte, que en la vida hay que esforzarse para alcanzar los sueños, y que ningún trabajo es deshonra.
Era un hombre firme pero justo. Cuando algo no estaba bien, simplemente me decía: “Creo que puedes hacerlo mejor.”
Era ese motor silencioso que con pocas palabras decía mucho, que animaba sin hacer ruido, que guiaba con el ejemplo.
Recuerdo con emoción su último mensaje de cumpleaños para mí, donde me decía lo orgulloso que se sentía de tener una hija como yo. Gracias, Dios, por haberme dado un padre tan maravilloso y ejemplar.
Me enseñaste, papá, que ayudar a la familia no se dice, se hace.
Que en la vida hay que aprender de todo, porque el mundo da muchas vueltas.
Que el respeto empieza en casa.
Que el dinero es solo una herramienta, no un trofeo.
Y que con disciplina, todo se logra.
Algo que siempre destacaré de ti es que el verdadero poder no necesita anunciarse: simplemente se nota, se siente, se respeta.
Tu legado vive en mí, en mis acciones y en mi manera de ver la vida.
Gracias, papá, por tanto.
Tu voz, tus valores y tu amor seguirán guiándome siempre.
Bertha Marina Abad
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