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Ángeles sin alas

 




Dicen que los ángeles viven en el cielo, pero algunos caminan entre nosotros sin que nadie los note. No llevan túnicas blancas ni tienen alas brillantes; se parecen más a un vecino, a un familiar, a un amigo inesperado… o a esa persona desconocida que, justo cuando sentimos que ya no podemos más, aparece para darnos la mano.

En mi vida, Dios me regaló de esos ángeles. No vuelan, pero siempre llegan a tiempo. No buscan aplausos ni recompensas, porque su corazón está puesto en servir. Algunos siguen la antigua enseñanza de que lo que hace la mano izquierda no lo sepa la derecha.

Uno de esos ángeles —cuyo nombre no mencionaré, porque sé que no lo querría— es de esos que no se detienen ni por el sol ni por la lluvia. No tiene redes sociales, no se preocupa por figurar en fotografías, no se distrae con un teléfono brillante. Solo se preocupa por ser útil, por tender la mano, por hacer el bien en silencio, mirando siempre hacia arriba, hacia Dios.

Yo no tengo cómo pagar tanta bondad. Solo me queda agradecer con todo el corazón y pedir bendiciones para esa vida que se entrega sin esperar nada a cambio. Gracias, porque tu ejemplo nos recuerda que todavía hay pureza en este mundo.

 

Dios te pague, Dios te multiplique, en esta vida pasajera y en la eternidad.


Imágenes de Cortesía Freepik


Conan y la Revolución de las Piernas Torcidas

 



Mariela había tenido una revelación esa mañana: los perros no solo imitaban a sus dueños en los aspectos más evidentes, como el amor por la comida y el entusiasmo por una buena siesta. 

 

No, Conan había llevado la imitación a un nivel completamente nuevo. De hecho, había llegado al punto de copiar exactamente el estado físico de su dueño, Nacho, aunque de manera más... teatral.

 

Mariela siempre había tenido una relación un tanto peculiar con el perro de la casa, Conan. A simple vista, un perro normal, de esos que siempre parecen tener energía para todo, corriendo por aquí, saltando por allá, y, claro, haciendo sus necesidades donde menos te lo esperas. Pero había algo en él, algo extraño, que no se podía pasar por alto.

 

Ese día, el perro no solo venía con su energía desbordante, sino que caminaba... bueno, caminaba raro. Como si estuviera haciendo un esfuerzo titánico por imitar el estilo de su dueño, Nacho.

 

"Vaya, ¿pero qué te ha pasado, Conan?" dijo Mariela, mientras miraba la pata del perro, que parecía un poco torcida, como si estuviera caminando con la pierna estropeada. Como si intentara emular a Nacho, que últimamente tenía sus propios problemas con las piernas.

 

Desde que a Nacho le dolían tanto las piernas, todo el asunto de pasear al perro había recaído en Mariela. Nacho, con sus piernas doloridas y su orgullo intacto, se había resignado a ceder el turno de paseo a su esposa. "Yo solo puedo verlos, pero no acompañarlos", decía mientras se dejaba caer en su sillón favorito.

 

Mariela, que ya tenía cierta experiencia en lidiar con las travesuras del perro, lo miró con más atención. Algo en su caminar no era normal. No solo era la postura rara, sino también esa lentitud en los movimientos, como si estuviera intentando seguir una coreografía en cámara lenta.

 

"¿Conan? ¿Estás seguro de que no te has lastimado? Porque estás caminando como... ¡como Nacho!" exclamó, sorprendida por la similitud.

 

Y es que, desde que comenzaron a vivir juntos, Conan había desarrollado una especie de "síndrome de empatía canina". En lugar de caminar como el perro hiperactivo que todos conocemos, ahora lo hacía como si estuviera tratando de imitar los pasos torpes de su dueño. Tal vez era una extraña forma de mostrar solidaridad.

 

A veces, los perros no solo imitan a sus dueños en sus rutinas diarias, sino que, como bien decía la ciencia, también pueden reflejar su estado emocional. Si Nacho estaba adolorido, Conan también parecía entenderlo, y en su propio lenguaje perruno, respondía. Como si la conexión entre ellos fuera más allá de lo físico.

 

Mariela intentó observarlos mejor. Primero a Conan, luego a Nacho. Y ahí estaba, la magia de la empatía canina. Conan, con sus orejas caídas y su mirada seria, caminaba con una torpeza nada propia de un perro tan acostumbrado a correr a toda velocidad. De repente, le dio la impresión de que Conan también estaba un poco... "rendido" por la vida, como Nacho.

 

Entonces, sin pensarlo demasiado, Mariela se agachó y acarició a Conan, diciendo: "Te voy a hacer una oferta, amigo. Si sigues caminando como Nacho, al menos dame algo de tregua para que podamos llegar a casa sin que tú también te caigas."

 

Conan, como si entendiera perfectamente, levantó la cabeza, y con un esfuerzo monumental, intentó caminar un poco mejor, aunque el resultado fue una especie de mezcla entre un pato y un soldado lesionado en una película de guerra.

 

Cuando llegaron a casa, Mariela soltó una carcajada, mientras pensaba: "¿Será que los perros también imitan nuestras malas costumbres, o será que Nacho está creando una nueva forma de pasear perros, estilo 'viejo con varices ?"

 

Por supuesto, Nacho, al ver a Conan y su paso torpe, no pudo evitar soltar una sonrisa. "Parece que el perro me entiende mejor de lo que pensaba", comentó, mientras se dejaba caer en el sofá, con la misma actitud torpe que acababa de ver en su perro.

 

Licho, el Gallero






Este cuento no lo pensaba escribir.

 

Quizá porque hay dolores que uno prefiere guardar en silencio, entre los pliegues del alma. Pero las palabras tienen un extraño poder, y fue precisamente una palabra la que rompió el silencio y me empujó a recordar.

 

Mi tío Licho se fue. No llevaba ni 24 horas muerto cuando le hicieron un homenaje lleno de cariño, con palabras que parecían abrazar el corazón. A más de 7000 kilómetros de distancia, entre lágrimas y lejanía, me senté a leerlas. Y, en medio de ese duelo tan crudo, me sentí reconfortada. Sentí que él no se había ido del todo.

 

Pero entonces leí un comentario. Uno solo, chiquito, pero con filo. Alguien dijo que ser gallero era un vicio.

Un vicio.

 

Y entonces, me dolió más la injusticia que la ausencia. Porque ser gallero no fue un pasatiempo, ni una manía para mi tío Licho. Fue un oficio, una forma de vida, una tradición tan arraigada en nuestra familia como las raíces de los árboles que bordeaban el viejo patio de mis abuelos.

 

Desde que tengo memoria, hubo gallos y gallinas corriendo libres entre las piedras calientes del patio. Gallos con plumas brillantes como fuego y espuelas largas como puñales. Uno de ellos era como el perro del lugar —más bravo que cariñoso— y más de una vez me corrió, ganándose mi respeto y unos buenos sustos que todavía recuerdo con una sonrisa.

 

Pero Licho... Licho los amaba. No era un simple criador. Era un cuidador, un artesano del alma animal. Les preparaba comida especial, les cambiaba el agua con paciencia, les daba medicinas, los peluqueaba con ternura, y podía pasar horas mirándolos, como si les hablara en silencio.

 

Y yo aprendí que ese amor, aunque no lo entendiera del todo en aquel entonces, era tan válido y honesto como cualquier otro amor en el mundo.

 

Por eso, nunca debemos insultar a nadie por su oficio o su condición. Cada quien carga su historia, sus pasiones, su forma de ver el mundo. Todos somos ignorantes en el arte que desconocemos.

 

Hoy, escribo este relato por ti, tío Licho. No para defender tu nombre, porque quienes te conocimos sabemos que no necesitas defensa. Lo escribo para que el mundo sepa que en un rincón del corazón de una familia, vivió un hombre que cuidaba gallos con más amor que muchos cuidan personas.

 

Y eso, para mí, es digno de ser contado.

 




Imágenes de Cortesía Freepik vector libre de regalías
 

Las Brujas de la Macarena

 


 

Cuando era pequeña, alrededor de seis o siete años, recuerdo que cada día, al llegar las cinco de la tarde, mi papá regresaba del trabajo. Después de descansar un poco, salíamos juntos a poner gasolina al auto.


En esos paseos, solíamos visitar a la familia, pero uno de mis recorridos favoritos era la visita a la casa de mi abuelo materno. Cada vez que llegábamos, yo salía con él a la tienda a comprar diabolines y una Kola, o también dábamos una vuelta a la manzana y subíamos al cerro de la Macarena o al de las Tres Cruces, un mirador de la ciudad.


Sin embargo, un día, mientras estábamos allí, el sol empezó a ocultarse y el cielo se tornó oscuro. Cuando quise subir al cerro, mi abuelito me detuvo y me dijo: “Ya no se puede, mi niña. A esta hora no es seguro subir”. Con voz grave, continuó: “Una vez llegada la noche, las brujas comienzan a reunirse allí. Cuentan que al llegar la medianoche, salen a volar por el pueblo, y algunas pueden transformarse en animales. La más famosa es una que se convierte en marrano”.


Mi curiosidad se disparó mientras escuchaba su relato, y él prosiguió: “Años atrás, alrededor de 1610, durante la época de la Inquisición, las brujas solían realizar sus reuniones en el mismo lugar donde hoy se construyó el aeropuerto de La Perla de la Sabana, que le llamamos ‘Las Brujas’. 


Desde entonces, cada vez que miraba hacia el cerro de la Macarena, una mezcla de miedo y emoción me invadía. 

Esa noche, mientras regresábamos a casa, apunté al oscuro horizonte y sonreí, sabiendo que en mi corazón llevaría siempre las historias de mi abuelo y el misterio de las brujas. 

 

Hoy en día no sé si estas leyendas siguen contándose, pero estoy segura de que las brujas continúan volando.

 

"En memoria de mi abuelo materno" José Hilario.

 

 


“El último vástago"

 



 

 

“El hijo número catorce que nació en un día doblemente especial”

 
 
El 11 de junio de 1942, mientras el viejo Ignacio como llamaban a papá abuelo. Celebraba su cumpleaños, la familia Abad Vergara se preparaba sin saberlo para una ocasión aún más memorable. 

El día de su cumpleaños 11 de junio de 1942, su esposa Francelina le llegaron los dolores de parto y, buscaron al doctor Licho, renombrado médico partero; así llamaban a los profesionales ginecólogos. 

El doctor Licho, viendo que eran más de las 11 de la noche, le informó a las hijas mayores y al viejo  Ignacio, que habría que practicar una cesárea, allí mismo en la casa y, se dedicaron con las precauciones  reglamentarias, como el agua hervida, pañales, alcohol y, muchas otras prevenciones. 

Al fin pasadas las 12 de la noche, llegó el llanto de un hermoso varón y Fue entonces cuando el viejo Ignacio, dijo que a este vástago le pondré mi nombre, siempre evitó poner su nombre a sus hijos varones, decidió romper su promesa y bautizar al recién nacido como Juan Ignacio Abad Vergara, Los dos nombres y los dos apellidos, iguales.

Su decimocuarto hijo, pero el undécimo en vivir, pues tres habían fallecido por enfermedades de la época.
 

A este su décimo cuarto descendiente; ocuparía el puesto 11,debido a que ya habían muerto por enfermedades de la época 3 hijos, dos  varones y una hembra a quien habían llamado Soledad. De allí que la próxima niña al nacer la bautizaron con el nombre de Soledad Abdegunda en honor a una santa princesa de Alemania.

Soledad Abdegunda o Soledad Segunda dio origen a que hoy se le llame Gunda.

Papá Abuelo



 

 

El viaje del papá abuelo 

 

En las cálidas tierras de San Benito Abad, donde los caminos se pierden entre el verde y el barro, vivía un hombre especial llamado papá abuelo. 

 

Él no solo era querido por todos, sino que también era un comerciante valiente y trabajador, que cada semana emprendía largos viajes acompañados de sus mulas. 

 

Papá abuelo tenía como destino un lugar llamado Cecilia, un rincón de la región donde se cultivaba el mejor arroz. Allí iba con paciencia y esperanza a comprar sacos llenos de granos que luego llevaría a su hogar para venderlos.

 

Pero su trabajo no se limitaba solo al arroz. También surtía  la tienda con la venta de pescado frito.

 

Con sumo cuidado, también traía láminas de zinc y otros materiales necesarios, que escogía en los puertos de Tolú, donde las embarcaciones llegaban cargadas de mercadería. 

 

Además, papá abuelo viajaba hasta el puerto de Magangué, un lugar bullicioso y lleno de color, para surtir la tienda de la familia que quedaba justo en la casa de Corozal donde nacieron tres de sus últimos doce hijos. Gunda, Cecilia y mi padre. 

 

La tienda era el corazón del hogar, un pequeño mundo donde se entrelazaban las historias de la gente del pueblo y donde se vendían los frutos de sus largos desplazamientos. 

Vale la pena destacar su trabajo artesanal trabajo en camaguey, cabuyas, mochilas y tapetes. 

Y la adquisición de un bus intermunicipal para viajar a  Cartagena, conducido alguna vez por sus hijos mayores.

Cada viaje era una aventura, un reto que papá abuelo enfrentaba con amor y dedicación para mantener a su familia unida y fuerte.

 

Con el paso de los años, esas historias de mulas, arroz, zinc, puertos y calor familiar se convirtieron en recuerdos imborrables que los nietos escuchan con orgullo y admiración. 

 

Papá abuelo no solo vendía productos, sino que sembraba en cada paso el valor del esfuerzo, la perseverancia y el amor que hoy vive en cada rincón de nuestra memoria. Hoy su descendencia actual tiene ya cinco generaciones, donde su legado continúa. 

 

Imagen Álbum Familiar

Se está apagando la luz…

          Se está  apagado la luz que me guió Se está apagando la luz… la que me iluminó desde que aprendí a mirar, la que me sostuvo la man...