Este cuento no lo pensaba escribir.
Quizá porque hay dolores que uno prefiere guardar en silencio, entre los pliegues del alma. Pero las palabras tienen un extraño poder, y fue precisamente una palabra la que rompió el silencio y me empujó a recordar.
Mi tío Licho se fue. No llevaba ni 24 horas muerto cuando le hicieron un homenaje lleno de cariño, con palabras que parecían abrazar el corazón. A más de 7000 kilómetros de distancia, entre lágrimas y lejanía, me senté a leerlas. Y, en medio de ese duelo tan crudo, me sentí reconfortada. Sentí que él no se había ido del todo.
Pero entonces leí un comentario. Uno solo, chiquito, pero con filo. Alguien dijo que ser gallero era un vicio. Un vicio.
Y entonces, me dolió más la injusticia que la ausencia. Porque ser gallero no fue un pasatiempo, ni una manía para mi tío Licho. Fue un oficio, una forma de vida, una tradición tan arraigada en nuestra familia como las raíces de los árboles que bordeaban el viejo patio de mis abuelos.
Desde que tengo memoria, hubo gallos y gallinas corriendo libres entre las piedras calientes del patio. Gallos con plumas brillantes como fuego y espuelas largas como puñales. Uno de ellos era como el perro del lugar —más bravo que cariñoso— y más de una vez me corrió, ganándose mi respeto y unos buenos sustos que todavía recuerdo con una sonrisa.
Pero Licho... Licho los amaba. No era un simple criador. Era un cuidador, un artesano del alma animal. Les preparaba comida especial, les cambiaba el agua con paciencia, les daba medicinas, los peluqueaba con ternura, y podía pasar horas mirándolos, como si les hablara en silencio.
Y yo aprendí que ese amor, aunque no lo entendiera del todo en aquel entonces, era tan válido y honesto como cualquier otro amor en el mundo.
Por eso, nunca debemos insultar a nadie por su oficio o su condición. Cada quien carga su historia, sus pasiones, su forma de ver el mundo. Todos somos ignorantes en el arte que desconocemos.
Hoy, escribo este relato por ti, tío Licho. No para defender tu nombre, porque quienes te conocimos sabemos que no necesitas defensa. Lo escribo para que el mundo sepa que en un rincón del corazón de una familia, vivió un hombre que cuidaba gallos con más amor que muchos cuidan personas.
Y eso, para mí, es digno de ser contado.
|
|